Maritza Núñez

 

Lumbre, relato

 

La gente se había recogido en sus casas. Si algún viajero caminara el pueblo, aprehendería un pueblo fantasma, de no ser por el titileo de las lámparas de kerosene.

“Las tres Marías...”, las descubríamos.
“La estrella de la felicidad.”
“¿De la felicidad?”
“De la felicidad”, repetía la abuela.

Si algún caminante se hubiera detenido en el pueblo lo habría sobrecogido el silencio, lobocielo, interrumpido por diminutas estrellas y ese titilar, luz temblona, de las casas.
“¿Hoy no podemos pedir ningún deseo, abuela?” “Hoy no. Hoy no hay estrellas.”
Nos recogíamos con desilusión en los labios.
“Hoy no...”

Si algún caminante hiciera camino en el pueblo, aprehendería lobocielo, y un titileo.
“En el pueblo penan”, decían los forasteros, y nosotros sabíamos que así era.
“Si son nuestros muertos, ¿no es bueno?”
“Sí, abuela.”
A esa edad no era fácil aceptarlo, pero si la abuela lo decía...
“Por algo será”, respondía el abuelo.
“Por algo será”, coreábamos con una seguridad que a nosotros mismos nos sorprendía.

 

El abuelo había encendido la mecha y, como cada noche, lo rodeamos curiosos. Algo mágico tenía tomar un retazo del diario amarillado por la edad, doblarlo, encender el fuego.

Mágicas las manos del abuelo.

“Es la edad”, nos decía él. “La edad nos cubre de raíces las manos, como los árboles”.

No eran arrugas. Nuestro abuelo no tenía arrugas. Tampoco nosotros las tendríamos. Nunca. Y ese nunca era sonrisa cuando oía hablar de la vejez. Yo no me arrugaría, yo tendría raíces en las manos, como un árbol, como un hermoso árbol. Como el abuelo. Tomaba la palanquita y comenzaba a bombear y bombear hasta que se hacía la luz. Luz que espantaría los miedos que surgían cuando la abuela anunciaba, “hoy no hay estrellas”, y nos sabíamos amenazados por una oscuridad implacable.

La luz.

No, no era un pueblo fantasma, aunque los caminantes temieran detenerse porque penaban. Nuestros muertos. Yo no visitaría el pueblo al morir y mi padre tendría la culpa pues, por él, mi madre se había ido a la ciudad. En nuestra casa de la ciudad nadie penaba, no teníamos muertos. Y yo me negaba a creer que algún día los tendríamos. Prefería los otros muertos, muertos de otras épocas que anidaron en casa del abuelo.

Era muy doloroso, pensaba yo, ser visitados por alguien a quien amamos y no podemos retener a nuestro lado. Aunque la abuela no lo demostrara, también le dolía saber que no podía retener a sus muertos. Pero una cosa era cierta, no había miedo en la abuela. Quizás, nostalgia. Por eso, acabé aceptando que era natural convivir con sus pisadas, con sus ruidos, y, a veces, con sus murmullos. La abuela había acabado por convencerme. No había que temer a los muertos, sí a los vivos. No tenía miedo, el abuelo acababa de encender la noche.

Estábamos ya acostados y sentíamos los pasos apurados de la abuela, daba los últimos toques para cerrar el día. “Los últimos toques”, risas el abuelo. “Mujer, deja ya de dar vueltas. El día tiene fin, aunque te cueste creerlo.”

Aquella noche, ni siquiera el abuelo, tan previsor, podía imaginar que no siempre es así. Hay días que no tienen fin.

Cuando la abuela iba a acostarse, fuimos sellados por aquel grito. Vacío infinito en el estómago. Ni las manos del abuelo pudieron apaciguar el silencio que siguió. El ruido que hicieron el abuelo y la abuela nos devolvieron a la realidad. El abuelo se vestía para salir. La abuela rezaba. Todos saltamos de la cama. Había que enterarse de dónde provenía ese grito. Y nos enteramos de manera brutal. El cuerpo se mecía colgado del árbol.

¿Cómo podía continuar la vida después de aquel grito? Ese grito significaba que cualquiera de nosotros podía pender de un árbol como aquel viajero del cual nunca supimos el nombre.

 

Si algún viajero, si algún caminante...
“La estrella de la felicidad. Ahí, ¿no la ves?”
Buscaba y buscaba.
La gente se había recogido.
Nunca más la vi.

 

© Maritza Núñez

(Cuento que forma parte de Desencuentros, conjunto de relatos del libro Jeux y otros cuentos.)

 

 

©2006 Maritza Núñez