Maritza Núñez

MARITZA NÚÑEZ MODELA A KULLERVO,
LA ACTUALIZACIÓN DE UNA TRAGEDIA UNIVERSAL

por Verónica Redondo Moreno
Universidad de Granada

 

Gran parte de la obra de Maritza Núñez, incluyendo la lírica, constituye un corpus de reflexiones en voz alta y a solas. Denominar “monólogos” a sus obras dramáticas, en estos tiempos en que las tradiciones (o la falta de ellas) estadounidenses están influyendo negativamente en la escena y lo mismo se llama teatro a un musical que a un hilván de chistes sobre el hombre moderno o a un clásico, es preferible señalar hacia aquellas culturas que conservan el auténtico valor del monólogo, y en español debemos hablar, a partir de ahora, de soliloquio, término que se ajusta a la obra de Maritza Núñez como una media. Tango solo es —nos da pistas el mismo título— un soliloquio en el que una mujer argentina, desquiciada por la desaparición de su hija, se dirige a un perrito y recuerda la cosmopolita París o sueña con ser cometa. Su mente, niña e inocente, busca sus paraísos artificiales. Escapa del dolor, pero no se trata de una evasión total, sino de un ensayo. Ella, que parece decir al perrito Dodi aquello de “sólo nos quedará París”, casi abandona cuando grita: “¡Dodi, me va a estallar la cabeza!” Pero sigue adelante, ensayando el tránsito por vías escapistas. Es una madre coraje, casi una heroína. La locura ha hecho de ella un arquetipo admirado e imitado.

En Kullervo vuelve Maritza al soliloquio, pero ya sin interlocutor imaginario, sin perrito que observe y que ladre, sin posibilidad de dirigirse a nada ni a nadie cercano. El protagonista absoluto, el mítico Kullervo, cuenta su desgarradora historia como lo haría un Pascual Duarte: con frialdad, con la asunción del destino inexorable, y se dirige a nosotros, al mundo, a quien lo quiera escuchar. El receptor podrá mostrar reacciones muy diversas, pero nunca permanecerá impasible.

Desde que el mítico Homero —hombre ciego, dúo, pueblo íntegro, mujeres que hacen yogur en sus casitas blancas mientras del yogur nacen dioses, héroes, y al fin hombres; desconocido al fin, pero tan cercano— creara sus obras inmortales, han sido muchos los autores que se han acercado a su obra tras una larga labor de exégesis colectiva, y otros aplicando una hermenéutica del todo solitaria, al calor de la lumbre del propio hogar. ¿Puede una relectura poseer la fuerza del mito? ¿Ulises Joyce puede ser el alter ego de Odiseo Homero? ¿Es capaz una autora mujer, peruana de nacimiento, sintetizar en su obrita magnánima —lo primero por su extensión, lo segundo por su excelencia— gran parte de la idiosincrasia cultural y poética de un país que, en principio, le es ajeno? Lo es, y si puede parecer que sigue la estela de Aleksis Kivi, sorprenderá que Maritza Núñez haya creado al mito con sus propias manos y que, en este vecino mes de noviembre, lo deje crecer en la escena a la vez que ella misma, dentro de nuestras letras —las nórdicas y las hispanas—, se va erigiendo en la consecución de la promesa, en la realidad de una esperanza. Maritza Núñez será, ahora más que nunca, una de las mejores dramaturgas de nuestra época, y ello porque se mueve como pez en el agua entre las olas de lo lírico y los riscos de la tragedia; porque asume, con humildad, pero también con valentía, el papel de escribir lo que surge de sus entrañas y lo que otras entrañas dieron a luz, y que ahora ella alumbra con unos focos, de frente a las butacas, esperando la catarsis aristotélica, el movimiento espasmódico de sorpresa y pasmo (si me permiten la inevitable redundancia).

El de Maritza Núñez es un Kullervo de voz fresca y animada, pero desgarrada y desafiante, casi amenazadora. Si a orillas del Mediterráneo, el parecido con Edipo nos confunde, es indudable que la fuerza de este Kullervo es más parecida a la de la protagonista de La Cautiva, del argentino Esteban Echeverría; una mujer capaz de enfrentarse a su propia naturaleza y a la muerte, que, como en “El gesto de la muerte”, cuento de Jorge Luis Borges, espera al acecho en el supuesto comodín de Ispahan. Kullervo posee también la fuerza y el ánimo de la Cumandá del ecuatoriano Juan León Mera, y, desgraciadamente, su suerte: Cumandá, que de niña había sido adoptada por una tribu india, está enamorada, sin saberlo, de su hermano cristiano. El destino, implacable, lo recorre todo con su metal frío y dentado.

Dentro de su amplia poética —por extensa, pero también por variada, por ser una colección de distintas experiencias y contrastes—, Kullervo no es únicamente la recopilación de unas tradiciones nórdicas en un monólogo-relectura. Tampoco es comparable a esos héroes trágicos latinoamericanos, y propiamente prehispánicos. Es muchas cosas más. Por lo pronto, supone, tras la tierna inocencia de la madre argentina, sin hija y sin razón, amante de quimeras quijotescas de Tango solo, un paso hacia la realidad más desgarradora, y ello, por paradójico que resulte, a partir de una leyenda y no de una crónica. Las obras de Maritza Núñez son el resultado de distintos sortilegios a los que nos tiene acostumbrados desde sus poemas breves, al estilo de los haikus en algunos casos (pero en sus líneas, calientes como brasas; pensamientos universales y anónimos puestos en boca de un individuo que ama, sufre, ve la luz y pasea, que canta y se sabe carne) y de sus movimientos de tango y arrabal, de vals y nana infantil. Pero, si queremos acercarnos a la escena para conocer de cerca la maravilla, resultará necesario que nos adentremos en las profundidades de la obra actual y del mito, así como de la proyección escénica de su voz, primero hecha verbo, y luego luz y personaje y aliento dramático.

Kullervo aparece en escena con una revista: habla de atracción sexual; se muestra machista: si su abogada (cuyas piernas lo excitan) no hablara, “sería la mujer perfecta”. Nos llega el eco, en una errada interpretación, de aquel verso de Neruda: “me gusta cuando callas porque estás como ausente”. Pero es que Kullervo no quiere compañía; es un reo al borde de la condena a muerte que arrastra una historia que se entrelaza con las que compusieron el tremendismo español en los años 50, en la línea de un Camilo José Cela. Por otra parte, Kullervo se nos muestra como un pícaro del siglo XVI: cuenta su origen, sus aventuras, su trágico final, y lo hace en primera persona y sin inmutarse: su tío lo rescata de un incendio que él mismo ha provocado y que ha dejado huérfano a Kullervo; es vendido a un herrero, en cuya boca pone Maritza las palabras más hermosas, la doctrina más sencilla y más valiosa que podemos encontrar en la obra: “mientras se aprende, la vida merece ser vivida” (podríamos añadir que, mientras nos enseña, la obra de Maritza merece ser leída y vista). A partir de su experiencia (eros vs. tánatos) en la herrería, la vida de Kullervo es un descenso consciente a los infiernos.

Uno de los rasgos más sobresalientes de la obra de Maritza Núñez es la sensualidad que emana de sus páginas, y que podemos encontrar, más que en ningún otro título, en la trilogía poética formada por Amor Vivus, Nocturno y le jardin secret. Esa suerte de erotismo que podríamos calificar como hispano o -ampliando el territorio y rompiendo fronteras y connotaciones innecesarias- latino, aparece en Kullervo cuando el protagonista relata su encuentro con la mujer del herrero: palabras como “aroma”, “poseer”, “goce” y expresiones como “sabor del fuego” sólo son comprensibles si atendemos al origen de la autora y a todo lo que la precede, tanto familiar como culturalmente. Cuando Kullervo nos dice que la mujer llegó con un pan, toda una tradición literaria hispanoamericana, con su idiosincrasia, su marcada frontera y su originalidad, aflora en una sola imagen. En este terreno se mostró como gran maestra su madre, Carmen Luz Bejarano, de la que parece haber heredado la sensibilidad, la sutileza y el diestro olfato a la hora de captar la sensualidad. Quien los lee y paladea, no puede olvidar los versos de Carmen Luz, que rozan a “Havis Amanda” y enervan los ánimos íntimos, privados. Asimismo, Maritza se atreve con versos como:

Tus pechos
dos botones
vestidos de domingo

Tus nalgas
rocas en las que el mar
se quiebra en espumas

Tu ansiado secreto
un obelisco sin edad

Tu figura
un moai

(Amor Vivus)

 

Kullervo parece moverse de manera instintiva con habilidad y maestría: el olor a hembra lo enciende y desea poseerla “de manera brutal”. Sólo sexo, sin sentimientos. Éstos los ha gastado, como suelas de zapato, con su hermana.

Kullervo no es sólo un animal salvaje en estado puro, un asesino condicionado por su origen, sino que es capaz también de mostrarse como un ser sensual, aunque convierta al eros en tánatos y, de las imágenes de deleite sexual, nazca, como contraste, la muerte abrupta, violenta. El hijo pródigo a la fuerza, que regresa al hogar dejando la soledad en la tierra, como miguitas de pan, es capaz de sentir amor y el calor de la lumbre y de unos padres que parecen no haber estado nunca ausentes de su vida. De lo que no es capaz es de enfrentarse al destino, ese mismo que llevó a Edipo, huyendo del incesto y del asesinato, a ambas experiencias sin saberlo; el mismo destino que trasladó al jardinero del príncipe persa borgiano que huía de la muerte a la ciudad en que ésta había preparado su emboscada.

Para él, en su mundo con forma de cubo, queda un rinconcito para la venganza: quema la casa de sus tíos como quien pretende recuperarlo todo de entre las cenizas. Por eso quizá, esperando un renacimiento, vuelve al hogar de sus padres para encontrar de nuevo la muerte de sus progenitores, de la que él se hace responsable. El cólera parece travestirse de la cólera en las líneas de Maritza Núñez. El suicidio de su hermana, su único amor, el verdadero, es la gota que colma el vaso en la desafortunada vida de quien es retratado en las crónicas como un fanático, un asesino, un vengador, pero también un esclavo y objeto de todo tipo de crueldades. La náusea de Kullervo ante la justificación de su comportamiento patológico es sintomática: sí; la vida, mientras nos enseña, merece la pena ser vivida, y él lo ratifica. Al tener la oportunidad de nacer, ha aprendido que no quiere volver al mundo, que cada día vivimos soliloquios. El mejor lugar es el vientre materno, donde está el origen de todo, pero de todo aquello que aún está por comenzar. El vientre donde anidó todo lo que pudo amar. Sabiéndose Kullervo (porque no pretende definirse, sólo se nombra ante los demás; ésa es su marca de nacimiento), se pone en las manos de la justicia porque la voluntad ajena le parece la más apropiada. Si la madre argentina, bebiendo a sorbitos de su tango solitario, perdía el control al planear lo imposible, al vivir de los sueños, Kullervo está sumido en la más terrible realidad, pero, antes de huir de ella, se enfrenta con resignación y se abandona en las manos de quienes no son Kullervo.

 

 

 

©2006 Maritza Núñez